miércoles, 25 de enero de 2012

Juicio crítico a 100 años de la masacre de 1912 (I)



Radicales y moderados en el
Movimiento negro en Santiago de Cuba
Joel Moulot Mercaderes *
El 14 de diciembre de 1799, una Real Cédula dio a centenares de negros de la villa de El Cobre, no sólo la ratificación de su condición de hombres libres y de la posesión de las tierras que usufructuaban de antaño, sino que, además, les dio “la noble y generosa clase de Españoles”; más aún: allanó el camino para el acuerdo de la Diputación Provincial de establecer en dicho poblado –al amparo constitucional -y “para su mejor gobierno interior”- un ayuntamiento, “compuesto de alcaldes, Regidores y Síndicos […]”.
Fue un acto verdaderamente reparador, fruto, en parte, de la justicia metropolitana española, pero, sobre todo, de más de 120 años de lucha de aquellos negros –con laureles y reveses-, a partir de 1677, en que se sublevaron por primera vez, a fin de oponerse al desalojo y al sometimiento esclavista.
No veo otro momento igual. Aquel acontecimiento significó, de facto, tres cosas muy importantes para aquellos hombres de tez oscura: una, el reconocimiento –después escamoteado y olvidado- de su calidad de seres humanos, iguales en teoría –en tanto que “españoles reconocidos”-, a los demás habitantes libres; dos, la elevación en la autoestima del llamado hombre de color, al menos en ese territorio, y, también, muy especialmente, la validación de la lucha radical, para enfrentar la esclavitud y obtener los derechos básicos.
Verdad es que, hasta muchas décadas después, no hubo conquistas tan espectaculares para los negros de la jurisdicción santiaguera; mas, a partir de aquel entonces, fueron más frecuentes que antes las “escapadas hacia la libertad” (cimarronaje); los actos de asaltos a propiedades rústicas, en busca de recursos, y de defensa armada de los palenques frente a rancheadores y comisionados.
Por otra parte, la revolución industrial, más la lucha contra la trata de esclavos y la esclavitud misma, fueron dando nueva dimensión al problema negro y, condicionando una nueva estrategia para la lucha de los hombres de color, tanto esclavos como libres.
El bando del abolicionismo, igual se fue ampliando, cada vez más, con numerosos y notables hacendados y profesionales, otrora esclavistas -y/o defensores de ese infame modo de explotación humana-, haciendo que abolición e independencia fuesen, cada vez más, causas comunes, en las cuales tuvieron que comulgar tanto blancos como negros libres y esclavos.
De modo que el movimiento reivindicador negro –muy tempranamente en la jurisdicción santiaguera- encontró en la revolución separatista el cauce natural por el que debía fluir la lucha por su libertad y por sus derechos naturales, sociales y políticos.
No es casual, por tanto, ver en Santiago de Cuba a varios negros –encabezados por Petrona Sánchez- integrados, en 1848, al grupo conspirativo del licenciado neogranadino Juan Eulalio Godoy; o a Quintín Banderas, “y otros de su clase”, en los complots de 1849 a 1851, liderados por los Valiente, Cisneros Correa y Duany Repilado.
Que no es casual, lo demuestran, también, las dos grandes conspiraciones negras –con presencia blanca demostrada- de 1864, en El Cobre, y de junio de 1867, en ese partido, Palma Soriano y la ciudad de Santiago de Cuba, cuyas cabezas visibles fueron Carlos Rengifo, Fernando Guillet y Miguel Betancourt, la cual concluyó con el apresamiento de más de 300 integrantes, sublevados luego en la cárcel santiaguera, el 9 de octubre de 1867,  y cuyo epílogo fue la fuga de algunos de ellos, su asesinato, más tarde –¡vaya ironía!-, por varios esclavos de las haciendas donde se escondieron; y un juicio sumarísimo, en el que un consejo militar condenó a fusilamiento y a mayores penas de prisión a otros participantes del motín.
Se entiende, entonces, por qué la revolución del 68 contó desde sus preparativos y liminares de la guerra con la presencia numerosa de los hombres de color, libres y esclavos, quienes vieron en la contienda la oportunidad ideal de alcanzar libertad y derechos, y se dieron con mucha vehemencia a conquistarlos.
No resulta ocioso reconsiderar la trascendencia de aquel cataclismo bélico para el hombre negro, y especialmente –permítaseme significarlo- para los negros del territorio santiaguero.
Digamos, en primer lugar: la esclavitud, desacreditada en su criminal, abyecta y ridícula justificación, e inservible, por su ineficiencia económica; sostenida sólo por los exponentes más logreros y retrógrados de la sociedad, y que ya venía extinguiéndose lenta pero progresivamente -por caritativas manumisiones graciosas de algunos amos, o compradas por los propios esclavos-, sufrió un mortal resquebrajamiento con la libertad masiva, unas otorgadas por propietarios revolucionarios, antes y después del gesto de Céspedes en La Demajagua, y más numerosas aún, cuando hubo que reconocer libres a los esclavos mambises, al término de la campaña.
En segundo lugar, el hombre de color conquistó un reconocimiento extraordinario, al amparo de haber concluido la contienda asumiendo el mayor número de la plantilla del Ejército Libertador, así como de buena parte de su jefatura subalterna y oficialidad, y  aun de la cúpula combatiente, con gran protagonismo en tan longa y cruenta guerra, durante la cual mostró gran talento, afanes de superación cultural, civilidad moderna y justa, nivel de convivencia armónica con otros grupos raciales, especialmente con los blancos, y gran amor a Cuba.
Los momentos más altos de tal distinción –podría decirse- fueron el juicio de enaltecimiento que hizo de Antonio Maceo el mismísimo general en jefe español Arsenio Martínez Campos, y más aún su entrevista con los dos más altos jefes pardos de la Revolución: Manuel Titá Calvar Oduardo y el propio Antonio Maceo Grajales, el 15 de marzo de 1878, en los Mangos de Baraguá.
Por supuesto, estos hechos multiplicaron la autovaloración de la mayor parte de la “clase de color” a una altura casi sideral.
Pero tamaño reconocimiento en incrementada autovaloración del negro, trajeron aparejados, también, un redivivo racismo visceral y prevenciones viejas y nuevas por parte de muchos blancos –presos de falsos y deletéreos preceptos sobre el negro-, incluidos no pocos miembros distinguidos del independentismo.
DOS LÍNEAS DE LOS REINVINDICADORES NEGROS EN SANTIAGO
No me atrevería a decir que no lo hubo antes, ni que sólo se dio en esta zona del país; pero se puede ver claramente que, a partir de todas esas consecuencias positivas que trajo la Guerra Grande para el hombre negro, en Santiago de Cuba –mayor exponente de los grandes protagonistas mambises de esa raza, y donde la instrucción primaria pública del negro, al menos, fue notable, desde 1839, por obra del más grande héroe civil de la ciudad, de todos los tiempos, Juan Bautista Sagarra-, cobraron fuerza inusitada los prejuicios, el odio y, con renovada vigencia, las tesis racistas contra el hombre de color; todo manipulado por las autoridades españolas del Departamento Oriental; pero en los que coincidieron muchos blancos separatistas; digamos: “el negro como ser inferior al blanco”, “creado por Dios para servir al blanco”, “su naturaleza proclive”, “sus afanes para cobrar revancha contra los blancos”, “hacer una Cuba africana” y otros absurdos, muy digeribles en aquel ambiente.
No bastaba con dividir a blancos y negros; el funesto general Camilo Polavieja, desde los recovecos de su alma torcida y temerosa, promovió, asimismo, la de los pardos y morenos. Así, en enero de 1879, promovió la disolución del Casino Popular de Santiago de Cuba, en el que se recreaban, superaban, compartían ideas y razonaban, negros y mulatos, bajo el liderazgo de Néstor Rengifo, Pedro Antonio Domínguez, José Teodoro Prior, José Agustín Lafourié, Rebollar, Emiliano Lino Gómez, Francisco Audivert Pérez y Lucas Mesa, de lo más culto y esclarecido, entre la “clase de color”, en la sociedad civil de Santiago de Cuba. Disolverlo, en fin, para dividirlo en una sociedad de pardos, y otra para morenos.
No resultó sencillo, pues hubo fuertes discusiones, especialmente entre Lafourié, que apoyó la separación, y Mesa, que la fustigó e intentó demostrar su inconveniencia. Pero, a la larga, tampoco fue tan complicado lograrlo…
Fue el malvado genio de Polavieja, además, el que orquestó esa “propaganda atrabiliaria” –como la calificó Maceo, a la sazón-, que propagó la falacia acerca de que los hombres de color –bajo la conducción de los Maceo, Guillermón, José Medina Prudente, Pepillo Pereira, Lacret, Quintín, Garzón y otros- preparaban una guerra de razas, para practicar horrenda venganza en contra de los blancos, y que procuraban instaurar una república negra, para unirla a Haití, en una supuesta confederación.
Fue ese general carnicero quien cribó la revolución del 79 de los jefes blancos, para, justamente, hacerla aparecer como obra de los negros; quien llevó a cabo una horrenda represión contra civiles en los campos orientales, quien –de acuerdo con el capitán general- traicionó las capitulaciones establecidas con Guillermo Moncada y José Maceo, se burló de los cónsules garantes (de Estados Unidos, Francia e Inglaterra), apresó a cientos de mambises en alta mar, y los mandó sometidos a prisiones españolas en la costa norte africana y del Mediterráneo. Fue él mismo quien asesinó a decenas de negros y mulatos y deportó a más de 300 hombres de ellos –sin vínculos evidentes con la Guerra Chiquita- hacia Fernando Poo y las prisiones del norte de África, y quien, con experticia cirujana, seleccionó a sus principales adalides para asesinarlos (Rengifo y Rebollar, entre otros) y para deportarlos, como lo hizo con Prior, Domínguez y Mesa. Estos dos últimos, los únicos hombres de color miembros de la Junta Directiva del Partido Liberal de Santiago de Cuba, en 1878, y fallecidos ambos, precisamente, en 1881, en Ceuta, durante la deportación.
Lo peor de todo es que, persuadidos –o confundidos- por aquella propaganda infame…no se alzó en la jurisdicción ninguna voz señalada de rechazo a tanta sevicia.
Parece acertado afirmar que la generalidad de los pardos y morenos santiagueros se percataron, desde aquel entonces, de que la batalla por la plena libertad y el goce de todos los derechos del hombre negro, iba mucho más allá de la lucha por la independencia del país; esto es: también contra el racismo y la discriminación racial.
Imbuidos por la razón que les asistía, por la cuota de sacrificio aportado a la causa patriótica común (más después de la Guerra del 95) y por contar con la pertenencia -o simpatía- de los principales líderes del separatismo y de la futura república, y de gran número de jefes y oficiales negros en el Ejército Libertador-, tenían la absoluta convicción de que merecían esa libertad y todos esos derechos, y si se les privaba de ellos, los reclamarían –y aun los conquistarían- por la fuerza.
Exiguo fue, sin embargo, el número de quienes se dieron cuenta de que, en el entramado de la sociedad cubana, el enfrentamiento racial -aunque le asistiese toda la razón a una de las partes- iba a ser el peor de los males para la nación, para la república que se iba a instaurar, y para sus habitantes todos; que los blancos no debían intentar someter al negro, ni podían eliminarlo de la faz del país; y que ni los negros más locos o aviesos podían siquiera pensar en una Cuba negra, o donde tuviera preponderancia el negro, y que, incluso, la “clase de color” –lo mismo por carencia de recursos que de preparación, así como por otras circunstancias nada despreciables- no estaba en condiciones de forzar a la clase dirigente del futuro país a otorgar y garantizar el ejercicio de todos los derechos del negro.
Mínimo, pues, el número que pudo prever que la verdadera batalla de la raza, no era ya sólo la independencia y el rechazo al racismo y la discriminación racial, sino que, igual habría que librarla dentro de la propia clase de color: con la elevación del hombre negro, por medio, principalmente, de su propia y múltiple superación, ganándole al racismo espacio tras espacio, en la sociedad cubana.
Así pues, el movimiento reivindicador del negro se vio en el territorio santiaguero –en otros sitios, también, por supuesto- abocado ante dos tendencias, dos corrientes: la radical y la moderada.
Un factor que favoreció para algunos la prelación por la corriente más tajante, fue el fin de la Guerra de 1895-1898, en cuya epopeya –conjuntamente con muchos héroes blancos- llegaron al pináculo de la gloria muchos representantes de la raza negra, mártires y sobrevivientes; tales como: los hermanos Antonio y José Maceo Grajales, Guillermón Moncada Veranes, Jesús Sablón (Rabí) Moreno los hermanos Agustín, Juan Pablo y José Candelario Cebreco Sánchez, Pedro Díaz Molina, José Francisco Lacret Mourlot, Quintín Banderas Betancourt, Vidal y Juan Eligio Ducasse Revé, Florencio Salcedo, José González Planas, Alfonso Goulet, Luis Bonne, Prudencia Martínez Hechavarría, Victoriano Garzón, Manuel La’O Jay, Pedro Ivonet Dofourt, José Francisco Camacho Viera, Guillermo Pérez, Valeriano Hierrezuelo, Alfredo Despaigne, José Dolores Asanza Millares, Ramón Risco Cisneros, Evaristo Lugo, Lorenzo González, Juan de León Serrano, Félix Ruenes y tantos otros, generales y coroneles que harían una lista casi interminable.
Esa gran ofrenda patriótica reforzó su creencia de que Cuba libre, soberana, republicana y democrática haría justicia a la raza negra, favoreciéndola con el ejercicio de todos sus derechos.
No fue así: se alcanzaron unos; muchos otros, no; algunos negros llegaron más alto y más lejos; otros quedaron en el subsuelo y hasta retrocedieron; como fueron los casos de centenares de mambises –“de color”, en su inmensa mayoría-, que beneficiados en 1878-79, cuando la “mensura que hizo Guillermón”, y por otras entregas-, con el usufructo de algunas parcelas, padecieron desalojos y retaliaciones de geófagos y del gobierno.
Los ejemplos son numerosos: decenas de vecinos del El Dorado, Palma Soriano (1903); de la familia del capitán y mártir invasor Anselmo Cáyamo, a la entrada de El Cobre; de los vecinos de San Leandro, que sufrieron las usurpaciones del integrista Cástulo Ferrer, entre 1878 y 1895, y de los Almeida, en los liminares de la república;  los 200 veteranos mambises del propio El Dorado, Santa Bárbara y Monte Dos Leguas, liderados por el coronel Nicolás Lugo, que tuvieron que enfrentar los intentos de desalojo, en 1911, como lo estaban haciendo otras decenas de veteranos libertadores de Songo y de La Maya; por sólo señalar esos casos concretos.
Así pues, persuadida por varias razones, refugiada en la épica del rol de los negros durante las tres guerras separatistas y de los merecimientos consecuentes, sobreestimando en mucho su propia fuerza, e inspirada, a no dudar, por el “Movimiento Niágara” de los negros norteamericanos (inicios y estructuración 1905-1908), que postulaba y promovía un activismo que validaba hasta la violencia en el reclamo de los derechos; por todo eso y más, una gran masa de los reivindicadores negros en Santiago de Cuba, optaron por la línea radical en los reclamos y/o conquista de derechos, ante los grandes abusos y abrumadores olvidos a inicios de la república.
          *Periodista e Investigadfor de Historia

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